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Sherezade ( Gerenarda) y el Sultan (Las Mil y una Noches)

En uno de los cuatro mayores imperios que han existido en lo antiguo, reinó un monarca poderoso de la dinastía de los Sasanidas, que después de haber extendido sus dominios más allá del Ganges, en la India, y llegado hasta las fronteras de la China, murió, según refieren las crónicas del antiguo imperio persa, que es el grande imperio a que nos referimos, lleno de gloria y poderío, amado de sus vasallos y temido de sus enemigos, habiendo sido el monarca más admirable de su época, tanto por su valor como por su sabiduría.
De los hijos que tenía, el mayor, llamado Chabriar, subió al trono; pero, amando entrañablemente a su hermano menor, quiso darle muestras de su cariño compartiendo con él la herencia de su padre, y le cedió la Gran Tartaria; haciéndolo rey de ella.
Chazeman, que así se llamaba este hermano querido, pasó pues a tomar posesión de su reino y estableció su corte en Samarcanda.
Pasados algunos años, lejos de entibiarse en Chabriar el cariño que profesaba a su hermano Chazenan, se avivó co la ausencia, y sintió grandes deseos de verlo, y con este objeto le envió una solemne embajada rogándole que viniese.
Apenas tuvo conocimiento el rey de la Gran Tartaria de los deseos de su hermano, cuandose apresuró a satisfacerlos; y, después de haber reunido los ricos presentes que pensaba ofrecerle y puesto orden para el gobierno del reino durante su ausencia, estableció fuera de la ciudad su campamento con el fin de emprender su viaje al día siguiente. No quiso, sin embargo, pasar aquella última noche sin volvera abrazar a su esposa, a la que amaba tiernamente, y, regocijándose interiormente del placer que iba a causar a aquella con su visita inesperada, se volvió a su palacio secretamente y se encaminó a los aposentos de su esposa, a quien pensaba encontrar triste y llorando por su ausencia. Grande fué, pues, su sorpresa al hallarla en compañía de un oficial de la corte platicando familiarmente con él.
Pasado el primer estupor que le causó este descubrimiento, arrebatado por la ira, se arrojó sobre los delincuentes y les quitó la vida, volviéndose en seguida al campamento sin dar a nadie cuenta de este suceso.
La infidelidad de su esposa le causó un pesar tan hondo, que nada podía distraerlo de su melancolía. Así fue que cuando llegó a la corte de su hermano, en donde fue recibido con gran pompa y con todo género de honores y de obsequios, el sultán no pudo menos que notar el velo de tristeza que cubría el rostro de Chazenan, sin poder atinar la causa de ello.
Un día que el sultán Chabriar había partido con toda su corte para una cacería dispuesta en honor de su hermano, a la que éste no quiso asistir pretextando hallarse enfermo, pero en realidad para entregarse más a su sabor a las tristes reflexiones que su desgracia le sugería, hallándose asomado a una de las ventanas del palacio que habitaba, vió salir al jardín, por una puerta secreta, a la sultana esposa de su hermano, seguida de otras muchas mujeres, y ocultándose para observar lo que hacían sin que de ellas fuese visto, pudo convercerse de que la misma desgracia de que él había sido víctima, la misma o mayor cabía a su hermano el sultán.
La vista de las escenas que presenció, de tal manera cambiaron sus pensamientos, que al volver el sultán Chabriar de la cacería, lo encontró transformado, alegre y risueño.
Un cambio tan repentino de talante, sin una causa ostensible, debía llamar naturalmente la atención del sultán, como antes la había llamado su melancolía; y deseoso de saber la causa que había producido la una y el otro, el sultán rogó cariñosamente a su hermano, y en vista de los repetidos ruegos e instancias de éste, se vió obligado a ceder, y, aunque con repugnancia, le contó lo que le había sucedido con su esposa en Samarcanda la noche de su salida.
Aprobó el sultán lo ejecutado por su hermano con los dos culpables.
-No extraño tu gran pesar -le dijo-: era llla causa muy legítima; pero alabado sea Dios que te ha enviado el consuelo, y como no dudo que éste sea también fundado, y aún extraordinario, te ruego que me lo comuniques, haciendo de mí una entera confianza.
Mucho más arduo y delicado era el satisfacer en este punto la curiosidad del sultán, y Chazenan se resistió a complacer a su hermano, diciéndole que, como le interesaba más de cerca, temía que su confidencia le causaría mayor pena que la que él había experimentado. Esta negativa no hizo más que avivar los deseos del sultán, de modo que el rey de la Gran Tartaria se vió obligado a ceder, y le refirió lo que había presenciado en el jardín mientras él estaba cazando, terminando su relación con algunas reflexiones propias para calmar la irritación que le causó la conducta de su esposa la sultana, y aconsejándole que se consolara como él se había consolado, en vista de esa ligereza y liviandad que parece ser inherente al sexo frágil.
Chabriar, sin embargo, no dió entero crédito a la narración de su hermano, sin ver por sus propios ojos si era verdad lo que el rey de Tartaria le había contado, pues abrigaba la esperanza de que tal vez se había engañado.
Para conseguir este objeto, hizo preparar otra nueva cacería para la que partieron ostensiblemente con toda la corte de los dos príncipes; pero llegada la noche se volvieron secretamente y disfrazados a palacio. Amaneció el día siguiente, y el sultán Chabriar pudo convencerse de que su hermano no se había engañado, puesto que la sultana y sus mujeres repitieron en el jardín las mismas escenas que el rey de la Gran Tartaria había observado.
El desengaño que recibió de la desenvoltura e infidelidad de la sultana, agriaron su ánimo de tal manera, que resolvió vengarse, no sólo de aquella, sino de todas las mujeres, de un modo nunca visto hasta entonces. Pasando al aposento de la sultana infiel, mandó cortarle la cabeza en su presencia, e hizo morir ahogadas a todas las otras mujeres de su séquito. En seguida juró por la barba del Profeta que ninguna de sus otras esposas volvería a serle infiel, y adoptó para ello un medio muy seguro y eficaz, muy propio de las costumbres del serrallo y de la barbarie de aquellos tiempos.
Resolvió desposarse cada día con una mujer distinta, y al siguiente día de la boda hacerle perder la vida, encargando a su gran visir la ejecución de éste proceder inhumano y sanguinario.
El gran visir, a fuer de buen musulmán y de vasallo sumiso y obediente, cumplía cada mañana con la orden sanguinaria de su despótico dueño, sin atreverse a hacer la menor observación, y las desgraciadas jóvenes que tenían el honor de ser sultanas un día, perdían su vida al siguiente.
Cuando se conoció este proceder bárbaro, la consternación fué general en la ciudad y en el imperio, porque ninguno podía contar segura la vida de las doncellas que hubiese en su familia, y temblaba de recibir a cada momento la orden del sultán para que se las llevasen.
El gran visir tenía dos hijas hermosísimas en extremo. La mayor, llamada Gerenarda (Scherazada), reunía a su belleza una instrucción nada común para aquellos tiempos; tenía una gran memoria, y, sobre todo, estaba dotada de un gran corazón noble y animada de los más generosos sentimientos.
Al ver la aflicción general que causaba el inhumano proceder del sultán, formó la resolución heróica de sacrificarse, y concibió el arriesgado proyecto de hacer cambiar el ánimo del sultán, contando para lograr su ogjeto no sólo con los recursos de su sin par hermosura y de su ingenio, sino excitando también la curiosidad de aquél, por medio de historias y de cuentos, a que sabía era muy aficionado.
Resuelta, pues, a poner en ejecución su proyecto, Gerenarda dijo un día al gran visir:
-Padre, tengo que pediros una gracia.
-Siempre que lo que me pidas sea justo -lee respondió el gran visir-, saber que no me negaré a concedértelo.
-Vos mismo juzgaréis. Quiero poner términnno a la aflicción general y a los temores de todas las doncellas, haciendo cambiar de ánimo al sultán.
-Laudable es tu proyecto, hija mía; pero, ¿Cómo intentas conseguirlo, porque yo creo que el mal no tiene remedio?
-¿Cómo? Siendo esposa del sultán.
Horrorizado se quedó el gran visir al oír a su hija, y empezó a hacerle reflexiones de todo género para disuadirla de semejante proyecto. Inútiles y vanos fueron sus esfuerzos; Gerenarda permaneció firme en su deseo.
-Si logro mi objeto -dijo-, habré hecho unnn gran servicio a la humanidad y a mi patria.
-No lo conseguirás, ¡infeliz! Te sucederá lo que al borrico.
-¿Y qué le sucedió? -preguntó la heróica jóven.
-Te contaré en breves palabras -le respondió el gran visir, que se expresó en estos términos,




EL ASNO, EL BUEY Y EL LABRADOR
Fábula
"Un labrador muy rico que, además de ser dueño heredades inmensas y de rebaños numerosos de ganado de toda especie, había recibido del cielo, como Salomón, el don de entender, el lenguaje de los animales, pero con la condición de no descubrírselo a nadie, so pena de perder la vida, pasando un día por delante de un establo en que se hallaban un borrico y un buey, se detuvo a escuchar el coloquio que entre sí tenían.
Lamentábase el buey de lo mucho que a él le hacían trabajar y de lo mal que lo cuidaban, "mientras que a tí, le decía al borrico, te tratan con cariño, y no te emplean más que para llevar a nuestro amo al mercado". -Tú tienes la culpa -le respondió su compañero; te llaman elTonto, y a fe mía que bien mereces ese nombre tú, y todos los de tu especie. ¿Por qué no haces uso de los medios que te ha dado la naturaleza para defenderte? Mira, cuando quieran uncirte al arado, pega cornadas, da bramidos fuerte, échate en el suelo y hazte el malo y verás cómo te tratan mejor y te dejan tranquilo.
El buey escuchó los consejos del asno y prometió seguirlos.
En efecto, cuando vino el gañán a buscarlo para llevarlo a trabajar, el buey empezó a patear, a pegar cornadas, y, por último, bramando, se arrojó por tierra. El gañán, al ver esto, fue a dar cuenta al amo de lo que sucedía, y el amo le mandó entonces que, en vez de llevar al buey, se llevase al borrico, encargándole que le hiciese trabajar y lo zurrase de firme.
Hízolo así el mozo de labor, y cuando por la noche volvió a traer a la cuadra al borrico, el pobre animal apenas podía tenerse en pie, cansado de trabajar, y quebrantados los huesos con los palos que había recibido. En cuanto llegó se echó en el suelo gimiendo y suspirando.
-Yo me tengo la culpa de lo que me sucede -se decía a sí mismo; ¿Qué necesidad tenía yo de mezclarme en lo que no me incumbía? Yo vivía tranquilo, era querido, bien tratado, y todo me sonreía, y ahora, por mi imprudencia, estoy expuesto a perder la vida...
Al llegar aquí en su narración, el gran visir, dirigiéndose a su hija:
-Merecerías -le dijo- que te trataran comooo al asno; quieres comprender la cura de un mal irremediable, llevar a cabo una empresa imposible, y te expones a perder la vida.
La generosa jóven, inquebrantable en su resolución, le contestó que estaba decidida a intentar la prueba, y que ningún peligro la arredraría.
-Está visto -le dijo su padre entonces- que será preciso hacer contigo lo que el rico labrador hizo con su mujer.
-¿Y qué hizo? -preguntó Gerenarda.
-Escucha, que no he acabado el cuento.



EL GALLO, EL PERRO Y LA MUJER DEL LABRADOR


Al ver el labrador el estado en que había vuelto el asno, quiso saber lo que iba a decir a su compañero, y se puso a escuchar a la puerta del establo, en compañía de su mujer, y oyó lo que el borrico le preguntaba al buey lo que pensaba hacer al día siguiente.
-Seguiré practicando tu consejo -le responnndió el buey.
-Harás muy bien -le dijo el asno con refinnnada malicia-, puesto que también te ha ido; sólo veo en ello un ligero inconveniente. Al entrar en la cuadra he oído decir al amo que ya que no puedes trabajar, que te lleven al matadero y aprovechen tu carne antes que enflaqiezcas.
-¡Cáspita! Eso no -replicó el buey-; en eeese caso, ya estoy bueno.
Y en seguida se puso de pie y dió un bramido de alegría.
Al oír el labrador al asno y al ver el maravilloso efecto que su astucia había producido, se echó a reír a carcajada tendida. La mujer quiso saber el motivo de esa risa; pero como el marido no podía revelar el secreto don que poseía sin perder la vida, se negó a decírselo. Ella entonces prorrumpió en amargo llanto, pateó, se arrancó los cabellos, y juró que, si no se lo decía, no volvería a juntarse más con él. Como la amaba con ternura, el labrador se apesadumbró profundamente al ver a su mujer en tal estado, y le rogó que no se empeñase en saber lo que no podía decirle, a cuyo ruego se unieron los de sus hijos y parientes. Nada, sim embargo, pudo vencer la terquedad de la mujer curiosa, que permaneció llorando en un rincón del patio noche y día. El labrador no sabía que partido tomar y se sentó cabizbajo y pensativo delante de la puerta de un corral en donde estaba solazándose un gallo con sus gallinas. El perro fiel que guardaba la casa, al ver la algarabía del gallo:
-¿Cómo te atreves a recrearte así -le dijooo-, cuando nuestro amo se encuentra tan afligido y sin saber qué hacer para salir del apuro en que se halla?
-¿Pues qué le ha sucedido? -le preguntó elll gallo.
-Que nuestra ama se ha encerrado en un cuaaarto, está llorando y se empeña en que su marido le descubra un secreto que no puede éste decirle sin perder la vida; más, como quiere tanto a su mujer, me temo que se deje ablandar por los lloros de su esposa, y ya ves entonces la desgracia que a todos nos sucedería.
-Pues mira, si no es más que eso -le conteeestó el gallo-, nuestro amo puede salir de su apuro fácilmente. Que coja una buena vara de acebo, que se encierre en su cuarto con su mujer, y que le mida bien con la vara las costillas.
Atento el afligido labrador al coloquio del perro y del gallo, no bien hubo oído a éste, se levantó, agarró un vergajo, y encerrándose con su mujer, de tal manera le cebó el coleto que, cansado de sus lloros, se puso al fin de rodillas, rogando a su marido que la perdonara por Dios, que ya no quería saber por qué se reía, ni se lo volvería a preguntar en toda su vida.
-Como a esta mujer terca e imprudente debeeería yo tratarte -dijo el visir a su hija.
-Padre, haced lo que queráis conmigo, porqqque yo estoy resuelta a ser esposa del sultán aunque me cueste la vida. Ni las historias que acabáis de contarme, ni otras aún más tristes, me harán cambiar en mi designio, y si el cariño que me profesáis os impide el llevarme al palacio del sultán, yo misma iré a ofrecerme.
En vista de la firme resolución de su hija, y forzado por ella, con el corazón lleno de amargura, el gran visir anubció al día siguiente al sultán que aquella misma noche le presentaría a su hija. Admirado se quedó éste al considerar el sacrificio que el visir le ofrecía; pero no cambió por eso de propósito, antes bien, le dijo:
-Ten entendido, visir, que al entregarte mañana a tu hija, será para que le quites la vida, y ¡ay de ti si no cumples mis órdenes, porque te juro que lo pagarás con tu cabeza!
-Señor -le contestó el gran visir-, aunque mi corazón se desgarre, vuestras órdenes serán cumplidas.
En seguida fue a anunciar a su hija que el sultán la aceptaba por esposa aquella noche, y Gerenarda se preparó para el gran sacrificio. Antes de salir del palacio, llamó a su hermana menor y le dijo:
-Querida Diznarda, es preciso que me prestttes tu auxilio para una grande empresa: no te asustes ni aflijas por lo que voy a decirte. Esta noche voy a ser la esposa del sultán. Cuando esté en su presencia, le pediré que te deje pasar la noche en el aposento inmediato, y espero que me lo concederá. Una hora antes de despuntar la aurora, entrarás en la cámara nupcial y me dirás:
-"Querida hermana, si estás despierta, te ruego que, mientras amanece, me cuentes alguna de esas historias tan bonitas que tu sabes".
"Entonces yo empezaré a referirte un cuento, y trataré de exitar la curiosidad del sultán; y espero que por este medio tan sencillo conseguiré librar al pueblo del azote cruel en que se ve afligido".
Al alzar el velo de su nueva esposa, el sultán vió que Gerenarda tenía el rostro cubierto de lágrimas.
-¿Por qué lloras? -le dijo.
-Señor -le respondió la joven-, tengo una hermana a quien amo con la mayor ternura, y desearía que pudiese pasar esta última noche junto a mí para conversar con ella. Os ruego que no me neguéis este consuelo.
El sultán consintió en lo que Gerenarda le pedía y su hermana Diznarda se instaló en la pieza contigua, separada del cuarto nupcial por una cortina.
Cuando Diznarda creyó que el alba se acercaba, dirigiéndose a su hermana le dijo:
-Querida Gerenarda, mientras que amanece, cuéntame alguna historia bonita.
Sin responder directamente a su hermana, la efímera esposa del sultán pidió permiso a éste para acceder a lo que su hermana le pedía, y obtenido, empezó diciendo:

-Señor: Un mercader que poseía grandes caudales, así en mercancías como en esclavos, joyas y dinero, tuvo necesidad de hacer un viaje para arreglar algunos asuntos de su comercio y como tenía que atravesar un gran desierto al volverse a su casa hizo una gran provisión de dátiles y galletas para su alimento.
"Agobiado por los ardores del sol y sediento, divisando unos árboles no lejos del camino, se fue a poner a su sombra para descansar y tomar alimento, y sacando del zurrón que llevaba los dátiles y la galleta, se puso a comerlos, arrojando los huesos a derecha e izquierda.
"Concluido este frugal refrigerio, y después de echarse un buen trago de agua cristalina del manantial que entre aquellos árboles corría, hechas las abluciones de costumbre como buen musulmán, se puso de rodillas para recitar sus rezos..
"Hallábase todavía en esta postura, cuando se le apareció un Genio de estatura colosal y de horrible aspecto, el cual, dirigiéndose hacia él con semblante amenazador, ya armado con un descomunal alfanje:
-Vas a morir ahora mismo –le dijo-, porque acabas de matar a mi hijo.
"Y agarrándolo por los cabellos y arrojándolo por tierra, alzó el alfanje para cortarle la cabeza. Asustado el mercader con la horrible aparición del monstruo, y temblando de miedo, exclamó:
-¡Señor! ¿Qué mal os he hecho para que me tratéis de esta manera? Yo no he podido matar a vuestro hijo, puesto que ni lo conozco, ni nunca lo he visto.
-¿No acabas de comer dátiles y de arrojar llos huesos?
-Esos es cierto.
-Pues mi hijo que pasaba cerca de ti en esoos momentos, ha recibido uno de los huesos que tirabas en un ojo, y de resultas del golpe ha muerto... Así, justo es que tú mueras...
-¡Misericordia, señor! –Exclamó el mercaderr-; si yo lo he muerto, ha sido involuntariamente y sin saberlo; pero, ya que me quitáis la vida, dejadme siquiera vivir el tiempo necesario para despedirme de mi mujer y de mis hijos, hacer testamento y arreglar mis asuntos. Si me lo concedéis, os juro por el Dios del cielo que volveré después a este sitio para que hagáis de mi lo que queráis.
-Si te concedo un plazo, ¿Cumplirás tu proomesa?
-Pongo a Dios por testigo de que la cumplirré.
-¿Y cuánto tiempo necesitas para arreglar ttus negocios?
-Un año por lo menos.
-Pues bien, te lo concedo –dijo el Genio, ddejando al mercader libre.
"Luego que el monstruo desapareció, el mercader volvió a continuar su camino y llegó a su casa atribulado y triste. Habiéndole preguntado su mujer la causa de su tristeza, refirió a su familia lo que le había sucedido, el juramento que había hecho y el corto tiempo que le quedaba de vida. Al oír tan lamentable historia, la mujer y los hijos prorrumpieron en lamentos, y en toda la casa no se oían más que llantos y gemidos, acompañados con ruegos para que no volviese a semejante sitio.
"El mercader sin embargo, empezó a poner orden en sus cosas, pagó sus deudas, dio libertad a sus esclavos, y llegado el término fatal, despidiéndose por última vez de sus familiares, de sus deudos y amigos, que no querían dejarlo marchar, volvió a ponerse en camino, después de haber hecho a todos regalos magníficos, y llegó al sitio convenido el mismo día en que se cumplía un año, y se sentó al pie del manantial, esperando con resignación la venida del Genio.

Al llegar aquí, Gerenarda suspendió su narración, al ver que despuntaba el día, hora en que el sultán Chabriar se levantaba para hacer sus oraciones y asistir al consejo.
-¡Oh, qué historia más interesante –exclamóó Diznarda.
-Pues todavía es más interesante lo que fallta –le contestó su hermana-: y si el sultán se digna concederme un día más de vida, esta noche acabaré de contártela. El sultán, que quería saber lo que el Genio había hecho con el mercader, no vio ningún inconveniente en aplazar por una noche más la muerte de su nueva esposa, y accedió a los que Gerenarda le pedía. Levantóse, pues; hizo sus oraciones y se fue al consejo, en donde el gran visir lo estaba esperando, más muerto que vivo, para recibir a su desgraciada hija y conducirla al suplicio.
Su sorpresa y su alegría no tuvieron límites, cuando vio que el sultán se puso a despachar los negocios del imperio, sin darle orden fatal consabida; y cuando se divulgó esta noticia en la corte y en la ciudad, fue profundo y general el regocijo que causó, e infinitas las bendiciones que a Gerenarda dirigían.
A la proximidad del alba de la mañana siguiente, Diznarda repitió a su hermana el ruego de la víspera, y Gerenarda, sin pedir esta vez permiso al sultán para proseguir el cuento, anudó el hilo de su historia en estos términos:

EL GENIO Y LOS TRES VIEJOS

Aguardando se hallaba el atribulado mercader, la llegada del genio, y el fin de su vida con ella, cuando vio venir a un anciano respetable, acompañado de una cierva, el cual, después de saludarlo, le preguntó qué era lo que venía a hacer en aquel sitio, al parecer delicioso, pero en realidad muy temible por ser frecuentado por los malos espíritus. El mercader le contó lo que le había sucedido, y el juramento solemne que había hecho.
-Suceso terrible es ése –le dijo el ancianoo-, y más terrible todavía el que no podáis eludir el cumplimiento del sagrado juramento que habéis hecho. Voy a quedarme aquí para presenciar vuestra entrevista con el Genio.
Mientras estaba hablando, se presentó otro viejo seguido por dos perros negros, al que le refirieron el motivo de hallarse el mercader en aquel sitio. El recién venido decidió quedarse también para ver lo que iba a suceder, y lo mismo hizo otro tercer anciano que llegó después.

En esto descubrióse a lo lejos una especie de nubarrón negro a manera de torbellino de arena levantado por el viento, que se fue disipando poco a poco según se iba aproximando, hasta que apareció, en fin, el terrible Genio, armado con su cuchilla.
Acercándose al pobre mercader y agarrándole por un brazo, le dijo:
-Ha llegado tu hora; te voy a matar como túú mataste a mi hijo.
Cuando el viejo que tría la cierva vio que el Genio iba a matar al mercader se arrojó a sus pies llorando y exclamó:
-¡Príncipe de los Genios! Os ruego que susppendáis vuestra justicia, y antes de descargar el golpe me escuchéis un momento. Os contaré mi historia, que es muy maravillosa, y la de esta cierva que llevo conmigo. ¿Si la encontráis más sorprendente que la de este desgraciado mercader, ¿Le perdonaréis el crimen que involuntariamente ha cometido, y le haréis la gracia de la vida?
El genio detuvo el brazo, y reflexionando un momento:
-Consiento en oír tu historia, y... despuéss veremos -le dijo.
Gerenarda suspendió su narración al ver que era de día, y dirigiéndose al sultán:
-Señor -le dijo-, ya es hora de os levantééis para ir al consejo: si lo tenéis a bien, mañana concluiré la historia del anciano y de la cierva.
El sultán, sin responder, se levantó y salió del aposento, pero no dio la orden consabida.

HISTORIA, DEL ANCIANO Y DE LA CIERVA

A la hora acostumbrada de la mañana siguiente, Dinarda rogó a su hermana que prosiguiese la historia comenzada, y Gerenarda hízolo así.
Dirigiéndose al Genio, el anciano le dijo:
-Esta cierva que veis aquí, señor, es primaa mía, y además es mi esposa. Cuando me casé con ella no tenía más de doce años, y, por la edad, yo podía ser su padre.
"Deseando tener hijos compré una esclava, que no tardó en darme uno; pero mi mujer dominada por los celos, concibió un odio mortal por la madre y por el niño. Este tenía ya diez años cuando me vi precisado a ausentarme, dejando bien recomendados a mi esposa, así mi hijo, como su madre. Durante mi ausencia, que fue larga, mi mujer, que se había dedicado a la magia, para vengarse de aquellos inocentes, transformó en vaca a la esclava, y a nuestro hijo en becerro, y se los entregó a un labrador, arrendatario mío.
"Cuando yo volví de mi viaje, mi mujer me dijo que el niño se había perdido, y que la esclava se había muerto de pena. Mucho me afligí con tal noticia, y durante ocho meses no dejé de hacer diligencias para buscar al niño. Cuado llegaron las fiestas del Bairán, le dije al labrador, que como digo era colono mío, que me enviase la vaca más gorda que tuviese, para sacrificarla, y el labrador me envió la misma que mi mujer le había entregado.
"En el momento de ir a darle muerte, empezó a mugir de un modo extraño y a mirarme de una manera tan particular, que no me sentí con ánimo de quitarle la vida. Mi mujer, que sabía bien que aquella vaca era la esclava que ella aborrecía, insistió para que se la matase, y yo, por complacerla, se la entregué al colono para que fuese él quien hiciese el sacrificio. Muerta por él la vaca, a pesar de las lágrimas que por sus ojos vertía, cosa, a la verdad, fenomenal y extraordinaria, se encontró que su gordura era aparente, y que no tenía más que el pellejo y los huesos. Entonces mandé al labrador que me trajese un becerro en vez de vaca, y el hombre me trajo a mi propio hijo. Al verme, el animal empezó a hacerme caricias, se arrojó a mis pies, me los lamía, y me miraba de tal modo, que yo me sentí muy conmovido, y en vez de matarle, mandé que lo llevasen al establo. Mi mujer se enfureció y quería que en el momento se hiciese con él lo que se había hecho con la vaca; pero yo resistí y para apaciguarla la ofrecí que el año próximo lo sacrificaría.
"Al día siguiente vino el labrador a verme y me dijo que tenía que confiarme un gran secreto.
"-Tengo una hija –me dijo- que posee la magia, y con su arte ha descubierto que la vaca sacrificada era vuestra esclava, y que el becerro es vuestro hijo, los cuales han sido metamorfoseados en estos animales, por arte de vuestra esposa, que es también hechicera, y los aborrecía.
"Ya podéis juzgar ¡Oh Genio! Cuál sería mi dolor y sorpresa al oír esto. Fui corriendo al establo en que estaba el becerro, y aunque el pobre animal no podía corresponder del mismo modo a mis caricias, recibió las mías de tal manera, que me convencí de que, en efecto, era mi hijo. En esto vino la hija del labrador y yo le pregunté, ansioso, si no podría devolver a mi hijo su forma primitiva, ofreciendo colmarla de riquezas. Ella me dijo que podría hacerlo bajo dos condiciones: la primera es que me daréis a vuestro hijo por esposo; la segunda, que me entregaréis a la que así le ha metamorfoseado, para que yo le castigue. Accedí sin restricción a la primera, y en cuanto a la segunda, ofrecí entregarle a mi mujer con tal de que no le quitase la vida.
Tomando entonces la joven un vaso lleno de agua, pronunció sobre él, en tono bajo, algunas palabras cabalísticas, y dirigiéndose al becerro, exclamó:
-Si tú has sido criado por el Supremo Haceddor en la forma que hoy tienes, permanece en ella; pero si eres hombre y estás en este estado por arte de hechicería, te mando que recobres tu forma primitiva por virtud y voluntad del Ser Omnipotente. Enseguida derramó el vaso de agua sobre el becerro, y en aquel mismo instante, despojándose éste de su piel, me encontré con mi hijo entre mis brazos. Acto continuo transformó a mí mujer en esta cierva que aquí veis, la cual, por no ser un animal repugnante, puede habitar en medio de la familia.
Mi hijo, que se ha quedado viudo, debe volver de un viaje, y yo he salido a esperarlo en compañía de mi mujer.
-¿No os parece maravillosa mi historia? –lee preguntó el anciano al Genio.
-Sí, por cierto –le respondió éste-, y, en gracia de ella, perdono al mercader una tercera parte de su pena.
-Pues escuchad la mía –le interrumpió el annciano de los perros negros- y veréis que no es menos sorprendente, y estoy cierto que me concederéis por ella otra tercera parte de perdón para el infeliz mercader.
-Te la concederé –le contestó el Genio siemmpre que tu historia sea más maravillosa que la de la cierva.

***

Gerenarda suspendió su narración, porque ya había amanecido; el sultán se marchó, y a la mañana siguiente, a ruego del sultán mismo, la continuó de esta manera:

HISTORIA DEL VIEJO Y DE LOS DOS PERROS NEGROS

-Habéis de saber Gran Príncipe de los Genios –comenzó diciendo el viejo- que nosotros somos tres hermanos: estos dos perros que aquí están, y yo el tercero. Al morir nuestro padre, nos dejó por herencia a cada uno mil zequíes, y los tres nos hicimos mercaderes.
Poco después de abrir mi hermano mayor su tienda, quiso traficar en país extranjero y emprendió un viaje, llevándose muchos géneros. Un año hacía que estaba ausente, cuando al abrir una mañana mi tienda, se presentó un pordiosero.
-Dios os socorra, hermano –le dije:
-Y a ti también –me contestó, añadiendo-: ¡¡Qué!! ¿Ya no me conoces?
Lo miré con atención y vi que era mi hermano el ausente. En seguida le hice entrar en mi casa, le di vestidos nuevos y le pregunté lo que le había sucedido.
-No te hablaré de mis desgracias –me contesstó-, porque son tantas y tan grandes las que me han sucedido, que nunca acabaría de contarlas, y tú no las creerías.
Yo no insistí, y como había prosperado en mi comercio, le di mil zequíes para que volviese a abrir su tienda, como así lo hizo.
A mi hermano segundo le entró también el deseo de ir a comerciar en el extranjero, cuyo proyecto puso en ejecución a pesar de nuestras súplicas para que no se fuera, y al cabo de un año volvió tan pobre y arruinado como el primero. Hice lo mismo con él y le di también otros mil zequíes, con lo cual pudo seguir su comercio.
Sin que les sirviese de escarmiento lo que les había sucedido, mis dos hermanos quisieron que los tres juntos fuésemos a traficar en los países extranjeros. Yo me negué al principio, pero al fin accedí a sus deseos. Compramos mercancías con nuestros dineros, porque ellos me confesaron que no tenían un zequí y, como yo era poseedor de seis mil zequíes, le di mil a cada uno, guardé otros mil para mí, y los tres mil restantes los escondí en paraje seguro para remediar cualquier accidente que pudiera sucedernos. Partimos cargados de mercancías y tuvimos tal suerte, que en el puerto a que arribamos las vendimos con un beneficio de mil por ciento. Enseguida compramos géneros de aquel país para venderlos en el nuestro y fletamos un barco por nuestra cuenta.
Estando un día a la orilla del mar, se acercó a mí una joven pobremente vestida, pero de una hermosura sin igual, y besándome la mano, me rogó que le permitiese embarcarse en nuestro buque. Yo, no sólo consentí en ello, sino que su hermosura y su porte me cautivaron de tal modo, que me casé con ella, y a los pocos días nos hicimos a la vela.
Las bellas prendas que descubrí en mi esposa aumentaron mi cariño por ella; pero mis hermanos, envidiosos de nuestra dicha, nos arrojaron al mar una noche, mientras estábamos durmiendo.
Felizmente, mi esposa era una hada, y no sólo se salvó, sino que me salvó también a mí de una muerte cierta.
-Ya ves –me dijo- que no te ha pagado mal eel beneficio, el disfraz que me puse fue para probar tu bondad, y estoy muy satisfecha. Ahora voy a sumergir el barco en que navegan tus hermanos para castigarlos por su ingratitud.
Yo le rogué que les perdonara la vida, y conseguí aplacarla, con mis ruegos. Me trasportó a mi casa, y desapareció en seguida.
Después de abrir las puertas de la tienda, fui a buscar el dinero al sitio en que lo había escondido, y al pasar por el patio me encontré en él estos dos perros negros, que vinieron muy sumisos a lamerme las manos. Pensando estaba de dónde habrían venido aquellos perros cuando se presentó mi esposa y me dijo que sus hermanas, que eran también hadas como ella, habían hecho naufragar el buque en que iban mis hermanos, y metamorfoseando a éstos en perros, en castigo de su ingratitud y su perfidia, añadiendo que durante diez años vivirían de esa manera.
Pasados algunos días conmigo, volvió a desaparecer, diciéndome antes el sitio en que la encontraría. Se han cumplido ya los diez años, y ahora voy a buscar a mi esposa al sitio indicado, llevando conmigo a mis hermanos los perros.
-¿No te parece, ¡Oh poderoso Genio! bien maaravillosa mi historia y digna de que me concedas otra tercera parte de perdón para este desgraciado mercader?
-Sí, por cierto –le contestó el Genio-, y tte concedo lo que solicitas.
-Pues yo espero que a mí me otorgarás la ottra tercera parte del perdón que dará a este mercader la vida –se acercó diciendo el anciano que llegó el postrero-. Cuando hayas oído mi historia, que es todavía más sorprendente.
-Te lo prometo –le contestó el Genio-, si llo que dices es cierto.

***
Gerenarda se interrumpió porque vio que era de día, y el sultán le dijo que oiría a la mañana siguiente la historia del tercer viejo.
Llegada la hora acostumbrada, Chabriar le dijo:
-Cuéntame pues la historia prometida.
-Señor –contestó Gerenarda-, yo no he podiddo saber nunca lo que el tercer anciano dijo al Genio, sólo sé que éste quedó muy complacido, que perdonó al mercader y que desapareció en seguida.
El mercader se volvió a su casa después de dar las más expresivas gracias a sus libertadores, y éstos prosiguieron su camino. En cambio de esta historia que ignoro, si lo permitís, señor, os contaré la del pescador, que es muy interesante.
El sultán accedió a ello, y Gerenarda contestó diciendo:         Continua....